Buscando identidades en el inicio de año

Viernes 17 de enero, 20:00 horas. Auditorio de Oviedo, OSPA: Concierto de abono nº 5 "Música e identidades": Kristóf Baráti (violín), David Lockington (director). Obras de Kodály, Dvorak y Sibelius.
Tras el periodo navideño y una neumonía aún en el cuerpo mi nuevo año musical comenzaba como terminaba, es decir con la OSPA y su principal director invitado, el británico afincado en EE.UU. que además afrontaba un programa duro para todos (el jueves en Gijón), de los que requieren mucho trasfondo, atención, intención e introspección. Eso sí, el formato no varía desde hace lustros: primera obra a modo de aperitivo, un concierto con solista antes del descanso, buena propina incluida normalmente, y una sinfonía llenando la segunda parte.
El título buscado podría cambiarse por "Música y densidades" en vez de identidades, pues resulta un tanto engañoso: cada intérprete debe recrear la identidad de su papel, por otra parte obra identitaria de su autor, especialmente cuando es de los considerados grandes -lo que normalmente decimos el sello inconfundible-, búsqueda de identidades nacionales en el caso de los compositores elegidos y de los que habló la gallega Beatriz Cancela Montes en la conferencia previa así como en sus notas al programa (enlazadas en los autores). También identidades distintas en los directores que recrean cada obra y los propios intérpretes que sin perder su identidad deben renunciar en pos del conjunto y del director. Muchas, puede que demasiadas identidades sin olvidarme del solista y hasta de su violín Stradivarius, también con identidad propia y única, para tres obras muy densas:
Las Danzas de Galanta (1933) del húngaro Kodály resultaron menos livianas de lo esperado con un inicio titubeante, como si tardasen en entrar en calor hasta la cuarta o quinta (y última), siempre ligeras como le gusta al director británico llevar los tiempos vivos, exigencia no devuelta del todo por una orquesta algo destemplada en conjunto pero siempre atenta en los solistas que no suelen enfriarse habitualmente, destacando el inconmensurable Andreas Weisgerber capaz de convertir su clarinete en tárogató húngaro asumiendo identidades con total entrega y respeto a la partitura.
El concierto para violín y orquesta en la menor, op. 53 del checo Dvorak no es tan famoso como el de cello, tampoco muy escuchado ni grabado en parte por las dificultades para encontrar un solista más que virtuoso, entregado a una partitura poco agradecida para la mayoría, que solo el convencimiento pleno de todos los intérpretes puede llegar a alcanzar la emoción, algo que faltó a pesar del esfuerzo tanto de Lockington como de un Baráti pendiente del atril con su "Lady Harmsworth" de 1703, sonido increíble con identidad propia tamizada por una interpretación que adoleció de más comunicación entre todos, con algunos desajustes e imprecisiones en la orquesta adoleciendo de una limpieza que sí ofreció el solista húngaro. Escuchar este concierto es comprobar cómo se puede pasar del ímpetu casi violento del tutti al lirismo del solista en su Allegro ma non troppo, con pocos momentos para el relajo y la tensión que se transmitió pero por lo poco claro del bloque orquestal. Más llevadero resultó ese Adagio ma non tropo de total lirismo donde la madera, especialmente las flautas, empastaron y comulgaron en el discurrir melódico hasta el nuevo estado anímico que introducen las trompas, ímpetu algo turbulento que transmitió más inseguridad que ambiente bucólico o pastoril como identidad propia, invierno más que verano en otra visión. La batuta siempre atenta y clara hubo de concertar hasta la extenuación del Allegro giocoso ma non troppo para reconducir ambientes folklóricos bohemios que nuevamente la madera sacó a flote, seña inequívoca, casi firma, de nuestra formación asturiana para un final fresco por parte de todos los intérpretes.
El Stradivarius de Baráti sonó a gloria con la Obsesion de Eugene Ysaye, primer movimiento de la segunda sonata del director, compositor y virtuoso belga donde el tema del Dies Irae rememorado desde Bach saca del violín y su intérprete todo un muestrario de identidades. Lo mejor del concierto.
La Sinfonía nº 1 en mi menor, op. 39 de Sibelius nos devolvió la OSPA más habitual en cuanto a sonoridades, entrega y entendimiento con el podio para una obra más interiorizada por todos, aunque no sea tampoco muy llevadera para la mayoría: crecimientos temáticos con reminiscencia todavía romántica que precisamente trajo a la memoria una identidad brahmsiana para la primera del finlandés, cuatro movimientos donde los solistas (de nuevo Weisgerber más una percusión ajustada) se impusieron al grupo, mejor ensamblado en esta segunda parte y espoleado por una escritura sinfónica que ayuda al lucimiento de todos. Lockington volvió a apostar por combinar dibujos melódicos claros y juegos de intensidades a los que la OSPA responde perfecta, madera con identidades propias, metales protagónicos sin excesos y cuerda -con el arpa cristalina y segura de Mirian del Río-como reivindicando el papel perdido, puede que por incredulidades que no deberían darse. De menos a más hasta el Finale Quasi una fantasia donde tensión y pasión se dieron la mano antes del sorpresivo e inesperado final.
Tres obras densas, exigentes, introversión más que extroversión y toda la subjetividad insalubre en el concierto que abre mi 2014 lleno de esperanzas, incluso musicales.

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